Vivimos en una jungla
donde el pez grande se enriquece a
costa del pequeño
y después se lo come para no dejar
huella.
Vivimos en un futuro decepcionante,
en un pasado convulso,
y en un presente, que por muy presente
que está
es incierto.
Salimos a la calle
y no somos nadie si no golpeamos un
balón ante cien mil personas,
o vamos al gimnasio y no al instituto,
no somos nadie si no salimos por la
tele sentados en un trono para ineptos,
adictos
al dinero fácil y a la fama efímera.
Somos los reyes del mundo con esposas
en las manos,
mordaza en la boca,
antifaz en los ojos,
y miel en los labios.
Vivimos en una búsqueda de calor
constante,
en el suspiro de los labios que soñamos
que nos suspiran,
vivimos en una palabra,
cuatro letras,
aunque yo la pronuncie con seis.
Vivimos en un hablar de amor continuo,
y aunque a veces seamos demasiado
pesados llamando a cupido,
finalmente abrirá una sucursal dentro
de nosotros.
Vivimos en la mayor jungla del mundo,
donde nadie está preparado
para entrar a vivir,
y el único refugio que nos queda
es la oficina de cupido dentro de
nosotros,
es la música,
es la poesía,
es la necesidad de amar
a diestro y siniestro
mientras la poesía juega en nuestros
labios
y la música
lo hace en nuestros ojos.
Vivimos en silencio
y gritamos,
gritamos para hacernos de notar,
y todo el mundo calla cuando morimos en silencio.
Somos la hostia,
y perdón por la expresión,
pero es así,
nadie tiene huevos a vivir callado
porque en verdad
el silencio da un miedo de cojones.
Tenemos la necesidad de gritar,
de soñar,
de querer,
de escuchar,
de ver, observar,
de morder labios ajenos,
de encontrar medias naranjas,
de hacer zumo,
de abrazar hasta el amanecer,
y de amanecer con tu media naranja.
Solo necesitamos
un empujoncito,
un susurro de nuestra mitad
que nos de aliento
y nos diga:
VIVE.
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